La cachucha de los pins…

Era un sábado cualquiera de 1982. Estaba yo descansando en las gradas entre una competencia y otra de las que me tocaban aquel día en uno de los muchos torneos de natación en los que participé a lo largo de mis diez años de práctica de esta disciplina. Llevaba en mi cabeza mi más preciado tesoro de aquel entonces: una cachucha llena de pins o insignias, que había acumulado durante tres años a través de la compra en diferentes competencias y, sobre todo, del intercambio con nadadores de otros países. La colección e intercambio de pins era una costumbre arraigada, al punto de que la posesión de pins poco comunes era un símbolo de estatus entre los nadadores, superado solo por su nivel de nado en las competencias.

De la nada, un compañerito de equipo me quitó mi “valiosa” cachucha de la cabeza. Cuando inmediatamente me paré a pedírsela, este, como si estuviese haciendo un pase en un juego de básquet, se la lanzó a otro niño mayor que nosotros. Cuando ya molesto le pedí a este chico que me la devolviese, este, a su vez, se la lanzó a otro chico mayor. En cuestión de segundos, mi más preciado tesoro estaba volando de mano en mano entre cuatro niños mientras yo, como si fuese una pelota de pinball, iba de uno a otro pidiendo, por no decir rogando, que por favor me devolvieran mi cachucha. Mi impotencia e indignación iban creciendo, no solo en la medida en que más chicos participaban en la bromita, sino que se potenciaba cada vez que, en medio del jueguito, mi cachucha caía al piso y yo imaginaba como mis “valiosos” pins se maltrataban.

Poco a poco, esa impotencia e indignación se transformaron en rabia, y cuando el niño que inició el juego volvió a atrapar mi cachucha grité “¡Ya!” y lo empujé fuertemente. Gracias a sus reflejos, y quizás a la buena condición física de la que todos disfrutábamos, el niño logró apoyarse en las manos sin llegar a caer al suelo. Pero esta acción fue presenciada por los adultos que estaban allí y quienes misteriosamente no se habían percatado de la broma pesada que me estaban haciendo los otros niños, con todo el ruido que implicaba, pero sí se percataron del empujón…

El resto del día, el tema de conversación de todos giró en torno a ese incidente. Por lo menos, luego de yo explicar los motivos de mi reacción, se involucró al otro niño. Pero, por algún motivo, yo sentía que la percepción generalizada era que yo era el “malo de la película”. Recuerdo que me preguntaron por qué no llamé a algún adulto mientras sucedía el incidente. Les expliqué que era más fácil convivir con el resultado de una pelea que con el estigma de ser un chismoso y un “ñoño”… En medio de todo aquello, yo no entendía bien cuál era el meollo, pues lo único que yo había hecho era defenderme e intentar parar, de una vez por todas, el abuso… El incidente no pasó de ahí y todo volvió a la normalidad. Y como siempre pasa a esas edades, el niño y yo volvimos a ser amiguitos. Sin embargo, aun siendo yo un niño, reflexioné un poco y saqué de aquel episodio un gran aprendizaje de por vida: “Cuando uno pierde el control, ahí mismo pierde todo el derecho, aunque tenga la razón”.

El mundo está lleno de carreras profesionales destruidas, matrimonios rotos, amistades ancestrales destrozadas, empresas desmembradas y familias desintegradas solo porque alguien en un momento determinado, y en medio del ofuscamiento, dijo o hizo algo hiriente o destructivo de lo que luego se arrepintió… Pero incluso sé de casos en los que la persona estaba tan ofuscada en el momento que ni recuerda si realmente lo dijo o hizo.

Mi idea con esta historia no es dar un mini cursillo de inteligencia emocional. Mi intención, simplemente, es incitar a la reflexión de que siempre debemos medir las implicaciones de nuestras acciones, tratando de ver uno, dos o incluso tres pasos más allá del momento en sí. Un agravio es como un papel arrugado, que por más que lo planchemos nunca volverá a su estado original. No se trata de ir de víctimas por el mundo, aguantando vejaciones. Se trata de incorporar en nuestro CPU mental que a las buenas siempre será mejor y que se puede defender un punto de vista o hacer valer un derecho sin perder el control. Al final de cuentas, de eso se trata ser una persona asertiva…

Recordemos siempre aquella famosa frase de Maya Angelou que aplica tanto en lo positivo como en lo negativo: “Las personas olvidarán lo que dijiste y lo que hiciste, pero nunca olvidarán cómo las hiciste sentir.”

Sobre el autor

Ney Díaz

Presidente y fundador de INTRAS, reconocida como la principal empresa de capacitación especializada y consultoría formativa en la República Dominicana, con importantes alianzas con organizaciones de España y América Latina. Preside, también, la firma de capacitación Skills y la empresa Summit, especializada en la organización de eventos corporativos. Es, asimismo, editor en jefe de la Revista GESTIÓN y Senior Advisor de Executive Education para República Dominicana de la IE Business School de España.

Como autor, ha publicado el libro Las 12 preguntas. Puede encontrar más de los escritos de Ney Díaz en su blog en https://neydiaz.com/blog.

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