Claves del éxito: la historia de la navegación y el rumbo vital
Hoy, que cualquier teléfono inteligente incorpora geolocalización vía satélite, nos cuesta trabajo entender que verdaderamente se tratara de retos complejos. El primero era el problema de la latitud, es decir, los marineros necesitaban saber en qué punto se encontraban respecto al eje Norte-Sur. Esto fue resuelto relativamente pronto, puesto que sabemos que a diario, en una determinada latitud, exactamente al mediodía, el Sol no produce sombra alguna sobre una vara clavada en la tierra. Si en ese mismo momento se produce alguna sombra es porque el barco está más al norte o más al sur de la posición neutra. Lo demás fue una cuestión de crear tablas que determinaran todas las posibilidades que se podían dar.
Más difícil fue el problema de la longitud, es decir, determinar en qué punto se encontraba un barco en el eje Este- Oeste. Sorprendentemente, al final la dimensión que resolvió el problema no fue la distancia, sino el tiempo. Si un barco llevaba a bordo un reloj muy preciso (lo llamaron cronómetro marino) que siempre marcase la hora del lugar de origen, sería posible calcular la diferencia horaria respecto al punto de partida y, por tanto, estimar la longitud. Sin esas dos simples medidas debía ser arriesgado enrolarse en una expedición por mar, puesto que las probabilidades de perderse eran altas, máxime cuando los barcos de vela no tenían las posibilidades que hoy tienen de navegar casi con cualquier dirección del viento.
De igual manera, para los seres humanos navegar por la vida es altamente arriesgado si no sabemos dónde estamos ni a dónde queremos llegar. Todo en la vida cuesta tiempo y esfuerzo, y es un derroche dedicarnos a tareas que no aportan ningún valor. Por eso lo más importante en la vida, como en la navegación, es saber dónde estamos y a dónde queremos ir. Lo demás se ajusta en función de esos parámetros. Posiblemente por eso decía Gene Kranz, antiguo director de vuelo de la NASA, –y el hombre que trajo de vuelta a los astronautas del Apolo 13, evitando así un desastre de consecuencias fatales–, que lo malo no es no cumplir un objetivo, lo malo es no tenerlo.
El rumbo vital es la dirección que una persona toma como misión en la vida, más allá de los patrones preestablecidos que la sociedad le propone, tales como cursar unos estudios, obtener un puesto de trabajo, formar una familia o irse de vacaciones en las épocas de descanso. Como bien explica Jim Loehr en The Power of Story, las historias que nos contamos a nosotros mismos y que contamos a los demás determinan en buena medida el rumbo que escogemos en la vida y, por tanto, nuestro éxito o fracaso. Todos vivimos en una historia, en una película de la que somos protagonistas, y es fácil ver que mientras que unas personas viven en dramas o en tragicomedias, otras viven en películas bélicas o en epopeyas heroicas. En la vida, al igual que en el cine, hay grandes producciones, telenovelas, comedias de situación y una larga serie de narrativas vitales cuya calidad e impacto difiere significativamente de unas a otras.
No es lo mismo definirse como “emprendedor”, como “empresario”, o como “director”, que decir que lo que un profesional hace es “dedicarse a mejorar la vida de las personas a través de la tecnología”, que su trabajo consiste en “apoyar la creación de valor a través de la generación de ecosistemas de talento”, o que su misión es “incorporar la comunicación sincera en la gestión de la experiencia de cliente”. Cuando una persona declara una misión relevante y se siente parte de un proyecto de envergadura, percibe que su aportación a este mundo es importante y todo cobra sentido.
A menudo, deberíamos reflexionar sobre esa palabra, “sentido”, porque se relaciona con dos conceptos que son de aplicación a esta idea de rumbo vital, y que podrían, metafóricamente, corresponder a la latitud y a la longitud.
Por una parte, “sentido” está relacionado con “dirección”, es decir, “rumbo”. Por otro lado, “sentido” es sinónimo de “significado”. El motivo por el que esto es importante es que la ciencia ha mostrado recientemente que una de las claves de la felicidad es poseer un propósito en la vida –una dirección–, que lo que hacemos tenga un sentido –un significado- y que mantengamos la esperanza necesaria para conseguir nuestros propósitos. Dos de estas claves tienen que ver con la doble interpretación del término “sentido”.
Muchas personas llegan a esa situación –no por fértil menos desagradable– que se llama la crisis de la mediana edad y descubren que aquello que un día quisieron ser está tan alejado de lo que son que la vida parece no tener sentido: ni dirección ni significado. Es un ejemplo contundente de que haber trazado una narrativa biográfica dentro de la cual haya una misión esencial en la vida es una clave indiscutible del éxito. Otro ejemplo claro lo aportan todos aquellos profesionales que, en un momento de su trayectoria, deciden iniciar una vía de reinvención profesional paralela a la que hasta el momento han llevado. En muchos de estos casos, se trata de ocupaciones creativas o que tienen que ver con el conocimiento y que, en cualquier caso, desarrollan una vertiente más personal. Abundan los directivos que, por ejemplo, han decidido comenzar a impartir clases en escuelas de negocios, escribir libros o participar en redes de conocimiento compartido. No es difícil ver en esas líneas de desarrollo paralelo un intento de agregar significado a su vida profesional. Quizá estos profesionales sienten que su trayectoria se ha desviado de lo que en el fondo quieren aportar en esta vida y buscan de esta manera reajustar su rumbo.
Al fin y al cabo, a quienes trabajamos en la arena empresarial esto no debería sorprendernos, puesto que el rumbo vital es a las personas lo que la misión y visión es a las empresas. De hecho, casi podríamos decir que la misión es el significado y la visión es la dirección, porque la misión es lo que somos, lo que hacemos hoy, es decir, lo que da significado a nuestra actividad, mientras que la visión es lo que pretendemos ser o cómo pretendemos que sea el mundo gracias a ella, es decir, la dirección en la que nos movemos. Sea como sea, lo que es evidente es que ningún miembro de un comité ejecutivo sería capaz de gobernar una empresa sin estrategia. De esa misma manera, tendríamos que pensar que es difícil que consigamos el éxito si nosotros mismos carecemos de ella.
Hoy, que tanto se habla de marca personal, deberíamos tener en cuenta que se trata solamente de eso, de una marca. Un sello, sí, personal, pero que debe estar asentado sobre una estrategia. No hay marca si no hay empresa y, de la misma manera, si no hay un rumbo, la marca personal será únicamente un anuncio vacío sobre un profesional que camina sin dirección ni sentido por el sendero de su desarrollo, de la misma forma que un barco navegaría sin conciencia de su latitud o longitud. Por eso dice un antiguo adagio que siempre soplan malos vientos para el que no sabe dónde va.
Como magistralmente recoge Daniel Pink en La sorprendente verdad sobre qué nos motiva, lo que auténticamente nos mueve como seres humanos no tiene que ver solo con recompensas o sanciones, ni únicamente con nuestra supervivencia, sino que existe un tercer impulso que nos hace actuar sin necesidad de otro tipo de motivación, porque forma parte de lo que de verdad nos interesa y conmueve, de lo que nos desafía. Partir de ese impulso para escoger cuidadosamente nuestra misión y definir una narrativa vital que fije un rumbo para nuestros esfuerzos, dedicarle tiempo y recursos, evaluar cada cierto tiempo a qué distancia nos encontramos y, tal vez, modificarlo de cuando en cuando, son tareas indispensables para conseguir dotar a nuestra existencia personal y profesional de verdadero sentido, en su doble acepción de dirección y significado.
Lo único que nos faltaría entonces para lograr nuestros propósitos es albergar la esperanza de que finalmente lograremos llegar al puerto de destino.