Renacer del fuego: el ave fénix y la superación de las adversidades
El mito del ave Fénix es posiblemente uno de los más extendidos y hermosos de la Historia. Según la mitología, se trataba de un ave prodigiosa que se consumía en el fuego cada cierto tiempo para luego resurgir de sus cenizas. Quizás el mito es tan poderoso porque todos quisiéramos dominar ese mismo arte: el de renacer tras cualquier tipo de infortunio, incluso si significa una destrucción casi total.
En cualquier camino hacia el éxito personal y profesional siempre hay variables que están bajo nuestro control y otras que se nos escapan, y en ambos grupos hay acontecimientos positivos y negativos. Desconsiderar estos últimos, bien sean los que ocurren como consecuencia de nuestras debilidades, o bien los que surgen como resultado de la mala suerte, es renunciar a gestionar una buena parte de las variables que influyen en el éxito.
Que las adversidades forman parte de nuestra vida es algo de lo que es difícil dudar. Incluso la mera observación anecdótica nos devuelve rotundamente que nuestra existencia es una sucesión de buenos y malos momentos, a veces muy buenos y a veces muy malos. Un estudio mostró que los seres humanos atravesamos una media de ocho acontecimientos adversos de gravedad a lo largo de nuestra vida. La pregunta entonces no es si pasaremos por malos momentos, sino qué estaremos dispuestos a hacer al respecto cuando lleguen.
Desde el siglo pasado, cuando se condujo el célebre estudio de Hawái, sabemos que aproximadamente un tercio de la población es naturalmente resiliente, es decir, son personas que aparentemente no se afectan por las contrariedades. Es como si vivieran dentro de una burbuja protectora que les aislara de las adversidades. Lo que la investigación posterior está demostrando, cada vez con más certeza, es que esa habilidad, la del ave Fénix, es más bien algo que se hace que algo que se posee como parte constitutiva de nuestro ser.
Según Al Siebert, uno de los investigadores pioneros en el ámbito de la resiliencia, las personas pueden elegir la manera en que quieren interactuar con el mundo y con lo que les pasa. No en vano decía Viktor Frankl que al hombre se le puede quitar todo menos su actitud personal ante lo que le ocurre. Tendemos a pensar que los hechos que nos suceden son más o menos objetivos, y creemos, también, que nuestras reacciones emocionales ante esos hechos son consecuencias naturales. Es decir, en general encontramos lógico que si a alguien le toca la lotería debe alegrarse, mientras que si sufre un divorcio debe entristecerse.
Pero en realidad no es así, en ninguno de los dos aspectos. En primer lugar, los hechos no son objetivos, aunque pueda parecerlo. La lotería y el divorcio son ejemplos arquetípicos, pero la vida es, con mucho, más compleja que eso. Si los acontecimientos fueran objetivos, no existiría diversidad de opinión ante los mismos y no habría conflictos porque todo el mundo vería las cosas de la misma manera. El mero hecho de observar cómo hay personas que se toman a broma lo que para otras es algo serio y viceversa debería hacernos reflexionar sobre la supuesta objetividad de los acontecimientos. Por otro lado, debemos pensar también que un conflicto es básicamente un enfrentamiento entre dos personas que ven la misma realidad desde ópticas diferentes. Tanto que son opuestas. Si los hechos fueran objetivos, no habría conflictos.
En segundo lugar, tampoco es cierto que el camino de los acontecimientos a las emociones sea directo, puesto que existe un mediador importante, y es la evaluación que cada persona hace de aquellos. En otras palabras, los acontecimientos desencadenan una evaluación por parte de la persona, y de ella se sigue una determinada consecuencia emocional. Es decir, nos sentimos de una determinada manera porque pensamos de una determinada manera. Así pues, como cada persona ve la realidad de una manera distinta, y, por tanto, evalúa lo que le ocurre de manera peculiar, el número de reacciones de tipo emocional ante un acontecimiento es prácticamente infinito.
La consecuencia de todo ello es clara, y es que cuando una persona lucha con las dificultades, con su mente y las acciones que se derivan de lo que piensa, puede alterar significativamente el resultado final de la situación en la que se encuentra. Por tanto, si la resiliencia es, fundamentalmente, un conjunto de pensamientos y obras, se deduce que el proceso debe arrancar en una decisión personal, que es la de luchar activamente contra la adversidad poniendo en juego toda la motivación y energía disponibles.
Una segunda consecuencia es que, al ser la resiliencia una competencia, no solo puede aprenderse, sino que puede entrenarse. Y, lógicamente, cuanto más se practique más fácil será ponerla en juego en sucesivas ocasiones. Desde esta óptica, enfrentarse a los problemas no es únicamente una actitud válida para superarlos, sino también una manera de practicar esta capacidad como prevención para adversidades futuras.
Depende de cómo lo enfoquemos, un problema puede ser un freno en nuestra vida o una oportunidad para aprender. Es cierto que sobre esta idea se ha escrito mucho, pero a menudo a los seres humanos les cuesta creer que pueda haber algo positivo en lo negativo. En particular, cuando una persona está enterrada en la mala suerte y la adversidad puede tener muchas dificultades para encontrar la estimulación y potencia requeridas para movilizar las acciones necesarias para salir de donde está. Sin embargo, es precisamente en el momento en el que surgen las dificultades cuando es necesario buscar la fuerza para utilizar y practicar las habilidades que nos hacen resilientes.
El mismo estudio citado anteriormente sobre el número de adversidades que enfrenta una persona a lo largo de su vida investigó también acerca del papel que juegan las contrariedades en nuestra vida. Bajo la idea genérica atribuida a Nietzsche de que lo que no nos mata nos hace más fuertes, el estudio registró información sobre sintomatología psicológica y satisfacción vital. Una mirada superficial sin duda concluiría que cuantas más dificultades serias tiene una persona más problemas psicológicos acumula y menor es su bienestar. Sin embargo, los resultados mostraron que, como en una aparente paradoja, la sintomatología psicológica disminuía en lugar de aumentar conforme la persona acumulaba acontecimientos adversos en su vida. Ese efecto, como es fácil suponer, se invertía llegando un punto determinado, en el cual posiblemente las adversidades desbordaban la capacidad del individuo para superarlas. La curva de satisfacción vital operaba justo al contrario: aumentaba en lugar de disminuir conforme había más acontecimientos adversos hasta un momento en el que también la tendencia se invertía, mostrando de nuevo que si los problemas que ocurren son demasiados aparece la insatisfacción vital. En otras palabras: tener algunos acontecimientos adversos a lo largo de nuestra vida es mejor que no tener ninguno, y esto, a su vez, es mejor que tenerlos en exceso. Lo que estos y otros estudios vienen a mostrar es que siempre que las dificultades no sean abrumadoramente excesivas, no solo el ser humano tiene la capacidad adecuada para gestionarlas, sino que, además, puede salir fortalecido de ellas, exactamente igual que el ave Fénix renacía de sus cenizas.
Llamamos crecimiento postraumático al proceso mediante el cual una persona sale fortalecida de la adversidad. En muchos casos, las personas que han sufrido calamidades han encontrado nuevos significados que les han ayudado a ver la vida de otra manera, disfrutando más de ella, y se han pertrechado de nuevas herramientas que les ayudan a tomarse de otra manera los acontecimientos negativos que a partir de ese momento puedan sucederles. Es decir, la idea de que si algo no nos mata puede hacernos más fuertes es cierta.
Puede que el mito del ave que renacía de sus cenizas intente decirnos que, desde siempre, el ser humano ha tenido la capacidad de levantarse tras los golpes de la vida, de escupir el polvo del camino y de mirar aún más lejos que antes. Las biografías de los grandes hombres y mujeres que han pasado por la historia nos muestran, sin ningún género de dudas, que el camino hacia el éxito nunca es lineal ni está exento de dificultades. Como decía Rudyard Kipling, una de las pruebas que evidencia la altura de un ser humano es la capacidad de ponerse a reconstruir la obra de una vida tras haber visto cómo se desmoronaba. Como el ave Fénix.