La rentabilidad del negocio desde una nueva perspectiva de la efectividad organizacional
El empresario hoy en día revisa con detenimiento la composición de sus estados financieros con el fin de racionalizar los egresos y optimizar los ingresos. El análisis más usual se realiza en términos de valor agregado, entendiendo por este todo rubro que se derive del fenómeno de recompra del cliente motivado por la percepción de un excedente positivo en la correspondencia directa entre lo que espera encontrar en el producto-servicio y lo que está recibiendo en la realidad. Sin negar que esta manera de acercarse al comportamiento comercial sea útil, también lo es que al interior del mismo existen variables «ocultas» que es necesario poner de manifiesto para comprender mejor el significado de lo que concebimos como rentabilidad del negocio.
Detengámonos en una de esas variables: La Efectividad. La definición tradicional habla de que la efectividad es la resultante de la combinación de dos componentes dinámicos: la Eficacia y la Eficiencia. La primera se concibe como el logro de objetivos y la segunda como la administración racional de los recursos. Esto es parcialmente cierto, pues en esta concepción sólo se está mirando el resultado final, es decir, si el funcionario o el equipo o la empresa han realizado lo que se propusieron y si lo hicieron con la administración adecuada. Pero existe una faceta adicional y seguramente más importante, que es la que resuelve la pregunta ¿qué genera el logro y la adecuada administración de los recursos?
En primera instancia el logro de objetivos tiene su raíz en el sentido que dichos objetivos tienen para quien los quiere lograr. No es gratuito encontrar en las empresas personas que, a pesar de tener un buen grado de claridad sobre la definición del objetivo, a la hora de la verdad generan toda suerte de confusiones. El quid del asunto no está tanto en la buena definición de un objetivo, sino en que sea el resultado de sentidos compartidos y construidos con quienes deben lograrlos. Lo que más se opone al logro de una meta es la meta misma, en tanto no sea producto de una coincidencia de voluntades que permita alcanzarla con entusiasmo y energía.
En segunda instancia, la administración de los recursos está, por definición, asociada al sentido de los objetivos que se quieren lograr. Esto quiere decir que quienes no quieren alcanzar los destinos colectivos siempre encuentran en los recursos un argumento para su propia ineficiencia. Detrás de esto lo que se plantea es el valor que tiene el esfuerzo como el motor que permite armonizar la administración de cualquier organización, esfuerzo entendido como uso integral de la inteligencia humana en todas sus manifestaciones.
Pero el esfuerzo tiene tres grandes interferencias, que lo son en tanto la persona permita que lo sean. La primera de ellas es el temor. ¿Cuánto le cuesta a una empresa un empleado temeroso? Seguramente mucho dinero. No existe una cuenta en el estado de resultados que se denomine Temor de los Empleados, pero allí están las cifras derivadas de éste. El miedo a abordar nuevas maneras para realizar mejor el trabajo, a tomar decisiones con niveles de riesgo (todas los tienen) percibidos como elevados, a confrontar sanamente las ideas de otros, a dar respuestas adecuadas a los clientes sin depender de la opinión del jefe, etcétera. Y no se hable del costo que pueden tener los gerentes temerosos. ¿Cuántas organizaciones existen o dejaron de existir como consecuencia del ejercicio gerencial impregnado de miedo? Ahora, es necesario dejar en claro que no estoy hablando del miedo asociado a la supervivencia de la especie. El miedo del que hablo es aquel que tiene el poder de restringir la visión personal sobre las oportunidades que la vida ofrece permanentemente.
La segunda son las creencias. Conocidas como paradigmas, modelos mentales, esquemas intelectuales y de otras tantas formas, las creencias no son otra cosa que el conjunto de parámetros que utilizamos cotidianamente para explicar y evaluar la experiencia. El problema no está en la creencia misma sino en la relación que establecemos con ella. En algunas ocasiones somos incapaces de aceptar otras maneras de concebir el mundo porque estamos aferrados a nuestra sola, única y verdadera manera de verlo. Es claro que en un mundo en el que la velocidad del cambio se convirtió en una premisa de comportamiento global la parálisis generada por creencias enquistadas en nuestro ser no es más que un obstáculo mayor para crecer y desarrollarse en coherencia con los tiempos.
La tercera, y quizás la más poderosa de todas, es el apego. Con frecuencia inusitada nos revelamos contra lo evidente sólo porque queremos mantener la aparente seguridad generada por el apego. El empleado que está apegado a su puesto se convierte en una persona altamente improductiva porque estará en función de hacer todo aquello que le garantice la permanencia en el empleo y no el trabajo que debe desarrollar. De allí se deriva la enorme diferencia entre un empleado y un trabajador: el primero orientado al empleo y por tanto capaz de negarse a sí mismo con tal de conservar una fuente de ingresos, cualquiera que ella sea; y el segundo, enfocado en el trabajo como opción digna que la vida le ofrece para desarrollar sus capacidades y atributos. Decía el Buda que la causa del sufrimiento humano son los apegos y a fe que se encuentran personas cargadas del sufrimiento causado por un apego irracional a cosas, personas, historias y tantas otras manifestaciones del mismo.