Construyendo el relato del buen líder
Las excusas del mal líder
En mi práctica profesional, he escuchado muchas veces la expresión: “¡Necesito gente con talento!”. Es una súplica que, en apariencia, tiene todo el sentido: lo que marca la diferencia son las personas. En teoría, disponer de los profesionales con más capacidad incrementa las expectativas de éxito. De hecho, las organizaciones emplean muchos recursos para identificar el talento en el mercado y crear las condiciones para que esas personas elijan a nuestra empresa como un lugar atractivo para desarrollar sus carreras.
Sin embargo, este planteamiento encierra una pequeña trampa que vale la pena desenmascarar. La evidencia muestra que no siempre hay una correlación directa entre el potencial de las personas y el desempeño de los equipos en los que trabajan. A veces, nos encontramos con profesionales que, sobre el papel, reúnen con holgura todos los requisitos que sus puestos demandan, y alcanzan de forma agregada un desempeño decepcionante. De igual modo, tenemos experiencia de equipos formados por personas aparentemente menos “brillantes”, que presentan unos resultados muy por encima de promedio.
En el primer caso, las personas con responsabilidad en esos equipos, al rendir cuentas, tienden a atribuir unos resultados pobres a alguna de las siguientes causas:
- “No se me ha dotado de los recursos humanos adecuados”. En el fondo, es un reproche a quien maneja los procesos de atracción o de retención de talento en la organización.
- “No dispongo de recursos económicos: eso nos sitúa en una posición de desventaja desde el punto de vista tecnológico, de marketing, etc.”. De nuevo, son otros departamentos de la empresa los que no han hecho su trabajo.
- “Nos enfrentamos a un entorno particularmente adverso”. Ahora el culpable es un conjunto de factores externos a los que difícilmente podemos hacer frente con los recursos disponibles.
Lo que tienen en común todas estas explicaciones es situar la causa de nuestros resultados en factores ajenos a nosotros mismos. Una sana autocrítica permitiría identificar áreas de mejora en el propio trabajo como supervisor o responsable.
El relato del buen líder
La experiencia profesional y la literatura científica revelan también una conclusión interesante: un mismo equipo, formado por las mismas personas, en una misma coyuntura de negocio y con los mismos recursos puede presentar resultados significativamente diferentes cambiando una única variable: el liderazgo. El buen líder no suele buscar excusas. Es consciente de que debe alcanzar los objetivos que se le marcan con los equipos que tiene a su disposición. Su trabajo consiste en que esas personas —con sus fortalezas y debilidades— alcancen su máximo nivel de desempeño gracias al impulso, la ayuda, la orientación y los incentivos que el responsable es capaz de aportar.
Luego, en la práctica suele ocurrir que esos equipos, en la medida en que alcanzan unos resultados superiores, se convierten en polo de atracción para talento interno y externo. Lo razonable es captar a profesionales valiosos para equipos que acreditan ya un alto rendimiento. Lo que tiene menos sentido es empezar a acumular hojas de vida deslumbrantes en proyectos mediocres para ver si de ese modo se revierte la tendencia.
El mejor argumento del responsable de un proyecto para incorporar talento que refuerce a sus equipos es presentar los logros que están obteniendo con el talento actualmente disponible: “Si con el equipo de siempre mejoramos los resultados, imagina lo que conseguiremos si consolidamos algunas de nuestras áreas con profesionales todavía más cualificados”.
Cuando he leído las “cartas a los Reyes Magos” que escriben algunos directivos, describiendo los perfiles que necesitan para alcanzar sus objetivos, pienso que el que sobra en el equipo es el que rubrica esa carta. Aunque se consiguiera reunir a los profesionales que cumplen esas estrictas especificaciones —y tuviera sentido económico invertir los recursos necesarios para esas contrataciones— el equipo resultante justificaría por sí solo un buen desempeño, y no se sabe muy bien qué valor aportaría un responsable de nivel superior.
En el ámbito deportivo, ganar una competición requiere disponer de buenos jugadores, pero no siempre el equipo con más dinero para reclutamiento es el que levanta la copa. El líder es la persona que obtiene resultados extraordinarios con gente normal. Gente que toma conciencia de sus capacidades gracias a la acción de una persona que mejora la autoestima, el compromiso y el afán de logro de quienes le rodean.
El relato del buen líder se construye sobre los siguientes aciertos:
- Crea confianza. Mira al futuro. No se detiene en buscar excusas para justificar los fracasos sufridos, sino que libera de la tiranía del pasado. Transmite la convicción de que las mismas personas, con formas de trabajar diferentes, pueden obtener resultados mejores.
- Integra. Atrae progresivamente nuevo talento, pero lo hace sin poner en cuestión a quienes trabajaban ya en el equipo. Los “nuevos” no son percibidos como profesionales que desacreditan el perfil de competencias de los que ya están, sino como refuerzos que van a potenciar aún más las capacidades del equipo.
- Es inteligente en sus políticas de recompensas y responsabilidades. Tiende a hablar de sus colaboradores cuando las cosas van bien y es preciso destacar la contribución de cada uno al logro colectivo. Y habla más de sí mismo a la hora de analizar críticamente el incumplimiento de algún objetivo.
Gestionar la imperfección
Estas recomendaciones tienen ya una cierta tradición en los manuales de management, por más que sigan sonando a nuevas para algunas personas. Sin embargo, su vigencia se apoya también en hallazgos de otras áreas de conocimiento tales como la psicología y la sociología. Recientemente, he leído un libro sugerente de María Martinón-Torres, directora del CENIEH (Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana, de España), titulado Homo imperfectus. Desde la paleontología y la teoría evolucionista, rompe un paradigma muy arraigado en la gestión empresarial: los éxitos se basan en las fortalezas; las debilidades deben ser suprimidas o decaerán por sí mismas.
María Martinón-Torres nos muestra que el éxito de nuestra especie es inseparable de algunas de nuestras debilidades. Nadie duda de que a los humanos nos ha ido muy bien, en términos biológicos o evolutivos. Sin embargo, somos, probablemente, la especie más ineficiente del planeta: pasamos largos años de nuestra vida en etapas no productivas, bien por el tiempo que tardamos en alcanzar un cierto grado de madurez, bien por la extensa etapa en la seguimos viviendo tras nuestro periodo de máxima productividad.
Como especie, debemos dedicar ingentes recursos a atender a quienes todavía no son productivos o a quienes ya no lo son. Pero esta aparente debilidad es una de nuestras mejores ventajas competitivas. Gracias a nuestro proceso de maduración desesperantemente lento, los nuevos individuos de nuestra especie pasan mucho más tiempo que los de cualquier otra especie dedicados a procesos de aprendizaje. Y gracias a que muchos humanos viven largos años tras su etapa de plenitud biológica y productiva, contamos con un repositorio vivo de experiencia en la memoria que nos transmiten nuestros mayores.
Por otro lado, las organizaciones también son más competitivas en la medida en que se convierten en entornos de aprendizaje intenso y en espacios donde la experiencia sénior sigue aportando valor a las nuevas generaciones.
Para concluir, no podemos gestionar personas solo a golpe de DAFO. Las “debilidades”, bien administradas, pueden estar en la base de nuestro éxito. Esto es lo que sabe el buen líder.