Eso es lo que hay…

Era un día cualquiera a finales de los 70. Acababa yo de llegar a mi casa con un hambre voraz, pues, aparte de salir como siempre del colegio a las 2:30 p.m., era uno de los tres días de la semana en que yo tenía práctica de natación en la madrugada. Me lavé las manos y me senté a la mesa para esperar a que Magaly (nombre ficticio), la cocinera, me llevará el esperado almuerzo. Minutos después, y luego de su tradicional «Hola, mi niño», me lo sirvió. Cuando vi lo que era, me llevé la desagradable sorpresa de que por tercera vez en la semana ella me había preparado exactamente el mismo menú del día anterior: carne de res empanizada, ensalada, arroz con habichuelas y un par de tostones.

Indignado ante la falta de empatía y de creatividad de Magaly, me quejé, indicándole que casi todos los días ella me preparaba la misma comida y que ya estaba cansado de lo mismo. Luego de esto procedí a darle sugerencias de otras combinaciones de comidas que me gustaban y que no recordaba haberlas visto en los últimos meses. Y así seguí quejándome y reclamando sin probar un bocado en señal de protesta hasta que Magaly, indignada por tanta recriminación, me respondió con toda razón: «Yo cocino con lo que hay. Si usted tiene alguna queja, señorito, désela a su madre que ella es la que hace la compra». ¡¡¡Ajá!!! Ya había descubierto el origen de esa «conspiración alimentaria». Magaly era solo la cara final de un entramado que atentaba contra la diversidad de mi alimentación. Sin pensarlo dos veces, tomé el teléfono para elevar la queja ante la cabecilla de aquel complot: doña Vicky…

Cuando mi madre contestó la llamada, sin siquiera saludarla, le dije: «Mami, otra vez Magaly me puso la misma comida de siempre. ¿Por qué me tienen que dar de comer siempre lo mismo?». Mi madre con dulzura me respondió que eso no era cierto y que yo estaba exagerando, recordándome lo que había comido en los días anteriores y en la semana anterior. Fuesen cuales fuesen los argumentos de mi madre, yo tenía una respuesta cortante, que indicaba mi indignación y frustración ante aquel «maltrato». Luego de unos minutos de infructífera conversación, mi madre saturada y probablemente con temas urgentes en la oficiname dijo en tono tajante: «Mira, mi hijo: vamos a ver lo que cocinamos mañana, pero hoy, ahora mismo, eso es lo que hay… Si quieres, te lo comes. O, si quieres, lo dejas. Sí te recuerdo que ya quisieran muchos niños tener en frente ese plato de comida que tú tienes. Así que dale gracias a Dios. Y mucho cuidado con pelearle a Magaly porque, si ella se va por tu malacrianza, vas a tener tú que prepararte la comida. Ahora te voy a dejar porque tengo mucho trabajo».

Aquellas palabras de mi madre fueron un verdadero aterrizaje forzoso, desapareciendo en cuestión de segundos toda señal de merecimiento y altanería de mi persona. Como un monje tibetano en voto de silencio, cerré el teléfono y lentamente caminé a la mesa. Me senté y me comí todo lo que había en el plato. Ese «arrugón» de aquel día es una de las lecciones de humildad y gratitud más importantes que he recibido en mi vida. Por eso no me sorprende que guarde de forma tan clara todos los detalles de aquel episodio.

Podría seguir hablando de lo importante que es que seamos agradecidos y no perdamos la perspectiva. De hecho, escogí para esta carta un episodio sencillo y no algún hecho trascendental en mi vida. El motivo de esto es ilustrar como, a veces, abrumados por nuestros problemas cotidianos, nos agobiamos y no nos damos cuenta de todas las cosas buenas que nos rodean. Por más sencillas que asumamos que son, siempre hay alguien que no tiene esas mismas cosas buenas y que haría lo que fuera por tenerlas. Y no me refiero a los bienes materiales, sino a todas esas cosas que tenemos (o hemos tenido) por las que no hemos trabajado y simplemente nos llegaron por gracia divina. Sin embargo, entiendo que, al menos en este caso particular, el mensaje es otro.

En aquel ejemplo de mi «almuerzo monótono» hay una frase clave en aquella reprimenda de mi madre. Esa frase es: «Eso es lo que hay». La realidad es que la vida nos pondrá en situaciones incómodas y circunstancias adversas de mayor o menor envergadura. Algunas serán simples molestias o incomodidades temporales y otras serán dolorosos cambios abruptos en nuestra realidad y existencia. En esas circunstancias, una vez asumido el golpe, decirnos mentalmente «eso es lo que hay» se convierte en una especie de raya de Pizarro para seguir hacia delante y no mirar hacia atrás, pues el pasado no hay forma de que regrese. No estoy hablando de resignarse ni amilanarse. Tampoco me refiero a ignorar el problema o inconveniente. Estoy hablando de asimilar la situación y empezar a construir sobre esta nueva realidad, ya sea ideal o no. En mi caso personal, utilizo esta frase de mi madre no solo como un grito de batalla interno, sino como forma de parar de cuajo los reproches mentales y reclamos internos. También la utilizo con mucha frecuencia en mis conversaciones cotidianas.

La próxima vez que se vea estancado en un problema o abrumado por una situación, respire profundo varias veces y dígase con convicción y firmeza: «Eso es lo que hay». Le aseguro que se sentirá empoderado y un poco más en control de la situación. Espero que le funcione.

Sobre el autor

Ney Díaz

Presidente y fundador de INTRAS, reconocida como la principal empresa de capacitación especializada y consultoría formativa en la República Dominicana, con importantes alianzas con organizaciones de España y América Latina. Preside, también, la firma de capacitación Skills y la empresa Summit, especializada en la organización de eventos corporativos. Es, asimismo, editor en jefe de la Revista GESTIÓN y Senior Advisor de Executive Education para República Dominicana de la IE Business School de España.

Como autor, ha publicado el libro Las 12 preguntas. Puede encontrar más de los escritos de Ney Díaz en su blog en https://neydiaz.com/blog.

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