El tío Guillermo
Eran finales de noviembre de 1993. Tenía apenas tres meses en Madrid cursando mi maestría y ya estaba yo en serios apuros… Mis cálculos habían sido demasiado optimistas y había obviado muchas partidas y gastos en mi presupuesto. Mis ahorros de años estaban casi agotados y mi beca del gobierno español apenas cubría el valor de mi costosa maestría. Pese a estar en aprietos, me rehusaba a solicitar ayuda a mis padres para financiar una aventura académica que no les consulté. Entendía que desde que salí del colegio y conseguí mi primer trabajo su cuota de responsabilidad conmigo estaba más que cubierta. Mucho menos iba a importunar a mi abuelita jubilada que vivía en Barcelona muy pendiente de mí, pero ajena a mi realidad…
Siendo testigo de la radical disminución de mi capacidad de compra, mi compañero de apartamento me comentó sobre un préstamo que él había tomado en excelentes condiciones ofertado por un banco local a estudiantes de nuestra universidad. Sin nada que perder y sí mucho que ganar, me dirigí a aquel banco. Tal como indicaba mí amigo, el préstamo era realmente atractivo, pues ofrecía una tasa muy preferencial. Mientras durase la maestría, no requería pago de capital sino solo de intereses, y las condiciones para acceder eran mínimas. A mi amigo solo le faltó mencionarme un requisito “mínimo e insignificante”: se requería tener un garante solvente…
Lo que fue una luz al final del túnel, en cuestión de segundos se tornó en un elemento más de estrés. ¡Mi última oportunidad estaba perdida! ¿Quién me iba a servir de garante en un préstamo? En uno de esos flashes que solo se producen en momentos de extrema necesidad, recordé que tenía un pariente en Madrid: el tío Guillermo… El tío Guillermo es un primo de mi madre a quien yo había visto quizás unas tres veces en mi vida incluyendo una visita de cortesía cuando llegué a Madrid. Con la valentía que solo da la juventud y la osadía del que no tiene opciones, llamé para pedir una cita al tío Guillermo.
Con una actuación digna de una obra de Shakespeare, procedí a explicarle todo. Recuerdo como su rostro y orejas iban cambiando de tono intermitentemente y como a cada segundo él arrugaba un nuevo músculo de la cara. Al final de mi exposición, se reclinó hacia atrás y me dijo en tono serio: “¿Tú lo que necesitas es un avalista (garante)?” Le respondí un poco acongojado: “En resumen, sí…”. El tío Guillermo estaba metido en lo que podríamos llamar “un gancho”. Resultaba que un sobrino, que conocía poco y que vivía a 6,700 kilómetros, le pedía servir de garante de un préstamo sin ninguna garantía de que este sobrino extranjero, aunque quisiese, tendría los ingresos para pagarlo cuando terminase la maestría… Me pidió que le dejase la documentación y que conversáramos la semana próxima.
Llegó la siguiente semana y, con una insistencia superior a la del ganador de todos los premios de ventas en un call center, empecé a llamar al tío Guillermo. Finalmente, logré hablar con él. Más por desesperación que por inspiración, y quizás poniéndose un poco en mi lugar, me dijo que iba a confiar en mí. Llegó el día y firmamos el préstamo. Recuerdo que a la salida le dije: “Muchas gracias, tío, no le voy a fallar”. Con una leve sonrisa, pero reflejando en el rostro su duda sobre si estaba haciendo lo correcto, respondió: “Yo sé que sí”.
El préstamo alivió mis finanzas y, enlazado con otros ingresos que generé posteriormente, pude terminar mis estudios sin mayores apuros. Cuando llegué al país (gracias a Dios, con una oferta laboral en manos), a veces tuve que recurrir a las formas más fantásticas para que ese dinero llegase todos los meses a tiempo al banco. Pero nunca me atrasé. Primero, por un tema de personalidad y, segundo, porque la idea de que el tío Guillermo recibiese una sola llamada relacionada con ese préstamo me aterraba. No quería fallarle a su confianza ciega. En todos estos años, no volvimos a tener contacto y nunca le di las gracias de manera formal. Entendía que el no haberle fallado era mi mejor forma de agradecerle. No obstante, cuando recientemente me enteré que su esposa había fallecido, tuve la oportunidad para expresarle mi eterna gratitud por su confianza. Confieso que fue ahí, más de 20 años después, cuando realmente sentí que había terminado de pagar aquel préstamo…
¿Por qué les cuento esta historia tan personal? Para recordarles que a lo largo de nuestra vida es probable que nos tocarán oportunidades de asumir el rol del tío Guillermo. No me refiero necesariamente a ser garante de un préstamo, sino a estar en la posición privilegiada en la que algo que esté a nuestro alcance hacer resulte ser la total diferencia en la vida de alguien. Esto puede ser desde dar un consejo, brindar una oportunidad laboral, ser mentor o coach, hacer una introducción o incluso perdonar un error. Es decir, cosas que al final no nos cuestan nada. ¿Que corremos el riesgo de sufrir decepciones? Sí. Es probable. Pero las gratificaciones serán mayores. Es probable, también, que algún día nos toque asumir el rol del sobrino en aprietos. Y si alguien nos brinda una oportunidad o un voto de confianza, valorémoslo como un tesoro y convirtamos el no fallarle en nuestra razón de ser. Y, sobre todo, seamos siempre muy agradecidos…