¿Lo mejor o lo peor?
JEFE. —Ah OK. Es que el Sr. Arellano (nombre ficticio) quiere urgentemente a un joven que le ayude con unos estudios de tiempo y movimiento en las plantas de Puerto Rico y de aquí, y pensamos en ti. Voy a ver si logro que él te pueda esperar. Aunque la verdad es que yo prefiero que te quedes en la línea de producción.
YO. —¡OK!
Esta hubiese sido una conversación casual de pasillo un día laboral cualquiera si, desde mi punto de vista, y probablemente del de todo chico de 22 años a punto de graduarse y enamorado de su carrera, no se me hubiese mencionado el equivalente profesional a ganarme la Lotto; o sea, certificarme en Estados Unidos en varias metodologías, irme a vivir una temporada a Puerto Rico con todos los gastos pagos y mi salario en Santo Domingo intacto, y poner estos conocimientos de avanzada en práctica. Eso versus quedarme en una línea de producción supervisando 120 operarios, con todos los retos que eso implicaba para un “jevito” de 22 años sin mucha experiencia.
En la empresa no había alguien más con mi perfil, así que asumí que las probabilidades de obtener esa oportunidad serían altas. Además, pensé: “El requerimiento es urgente y ya conozco la empresa”. El resto del día no pude dejar de pensar en la enorme oportunidad profesional que sería esa experiencia y empecé a imaginar cómo sería mi trabajo. Pero mi sexto sentido me hizo pensar en una variable que no había considerado en la ecuación. Mi madre tenía una empresa de consultoría en RR. HH. y recientemente había firmado un acuerdo de reclutamiento con la empresa donde yo trabajaba. Una vocecita me dijo: “¡Van a llamar a mami para esa vacante!”
Siguiendo mi sexto sentido, al final de la jornada salí a toda velocidad hacia la empresa de mi madre. (A partir de este momento, usted no está obligado a creer todo lo que voy a contar a continuación). Cuando entré a su oficina, encontré a mi madre terminando de enviar por fax unos currículum. Intuyendo cuál iba a ser su respuesta, en tono temeroso le pregunté si estos eran para la empresa donde yo trabajaba y, claro está, su respuesta fue afirmativa. Me acerqué tembloroso a la mesa y empecé a leerlos. Entre estos había uno de un chico que recién había terminado la carrera en una universidad de los Estados Unidos y acababa de llegar al país. Me dije: “Oh Dios, es el candidato perfecto”. Y, en efecto, así fue…
Durante meses, mientras supervisaba mi línea en el turno nocturno (para colmo de colmos, cuando me gradué me movieron al turno de la noche) veía ir y venir a aquel joven con sus cronómetros, cámaras y demás equipos sofisticados haciendo estudios para optimizar la productividad de los operarios. Confieso que cada vez que le veía me decía: “Ese debería ser yo…”
Llegó el turno de él ir a mi línea a hacer los estudios y empezamos a conversar. Si bien en el primer momento de nuestro contacto mi reacción fue un poco seca, algo me decía que debía separar la situación de la persona. En otras palabras, el chico no tenía culpa de lo que yo estaba viviendo en mi interior. Resultó que no solo el chico era súper ameno, sino que estaba en la mejor disposición de compartir conmigo todo lo que había aprendido.
Terminado el proceso, nos hicimos muy buenos amigos. Lo interesante es que en nuestras conversaciones ya más personales, el chico se desahogaba conmigo sobre lo agotador que le resultaba el trabajo con los continuos viajes. Me decía lo aburrido que era el pueblo donde estaba la planta en Puerto Rico (donde la única entretención era ir a un McDonald’s). Me contaba sobre lo largo y peligroso que era el camino que tenía que tomar desde el aeropuerto a la planta y viceversa. Me relataba cómo su reciente noviazgo se estaba afectando por sus ausencias. Y me hablaba sobre lo difícil y frustrante que le resultaba implementar las mejoras. Lo que en un momento fue envidia pasó a ser solidaridad.
Los conocimientos que mi amigo me enseñó me abrieron aún más el apetito por aprender. Decidí que quería hacer algunos programas fuera del país. El hecho de estar en el turno de la noche me permitió disponer de las mañanas para hacer mis gestiones e investigaciones (en esa época no había Internet), lo cual culminó en un posgrado en Holanda y sirvió de preámbulo para una maestría en España.
A veces, me pregunto qué hubiese pasado si hubiese dejado que mis sentimientos nublaran mi razón y nunca hubiese hablado con aquel chico. ¿Hubiese aprendido todo lo que aprendí con él? ¿Hubiese ganado un amigo? ¿Hubiese visto que no todo es siempre tan bonito como aparenta y que, al final, todo en la vida implica esfuerzos y sacrificios? ¿Se me hubiese despertado aún más el apetito de aprender? Con esa experiencia aprendí que no siempre lo que en un momento determinado aparenta ser lo peor -o lo mejor- que te podría pasar, necesariamente lo sea. Pero más que eso, aprendí que cada situación adversa puede convertirse en la mejor plataforma de crecimiento y avance en la vida…