¿Qué tan importante es ser importante?
Era principios de septiembre del año 1993 y el primer día de mi tan añorada maestría en una importante universidad española. Había ahorrado durante años y vendido todo lo que podía vender, así como trabajado duro para obtener una beca del gobierno español que me ayudaría a cubrir una parte de mis estudios. En pocas palabras, no solo había hecho un gran esfuerzo, sino que también había quemado todas las naves para estar ahí. Así que no había vuelta atrás. Pero el esfuerzo y sacrificio habían rendido sus frutos: finalmente, ahí estaba yo sentado en el salón de clases e iba a disfrutar y aprovechar al máximo esta nueva experiencia que me brindaba la vida.
Transcurridos apenas unos minutos de habernos sentado todos, entró un señor de unos 50 años con porte muy elegante. Nos dio la bienvenida y se presentó. Era el rector de la universidad. Acto seguido, procedió a hablarnos acerca de su experiencia, currículum, logros y reconocimientos. Al terminar de detallarnos su amplia trayectoria y credenciales, mientras giraba su cuerpo hacia la pantalla para abundar sobre lo que sería el programa de los próximos dos años, aquel señor dijo una frase que todavía al día de hoy resuena en mi cabeza. Esta frase fue: “Como habrán podido apreciar, frente a ustedes está una persona muy importante”.
Han transcurrido casi treinta años desde aquel episodio y les prometo que, como toda impronta cerebral, recuerdo todavía algunos de los pensamientos que llegaron a mi mente veinteañera y rebelde en aquel momento. Recuerdo que, apenas le escuché, me pregunté en tono indignado: “¿Quién le otorgó a este señor el título oficial de persona importante?, ¿esto es algo que puedes decir sobre ti mismo a otros?, ¿a partir de cuándo deja uno de ser ‘no importante’ para pasar a ser ‘importante’?, ¿hay diferentes niveles de ‘importancia’?”. Pero la última, es una que al día de hoy me acompaña en muchos pensamientos: “¿Qué tiene que hacer una persona para ser considerada importante?”.
Quisiera que hagamos juntos el ejercicio de establecer cuáles son los atributos, cualidades, requisitos y posesiones que una persona debe tener para ser considerada como importante. ¿Se trata de títulos académicos? No lo creo. Tener conocimientos sin aplicarlos y ponerlos al servicio de los demás tiene muy poco impacto. ¿Se trata de tener poder? El poder puede durar mucho o poco, pero casi nunca es permanente. Y cuando se pierde, por lo regular, desaparecen con él los elementos y las personas que nos daban esa percepción de tener poder. ¿Será entonces del dinero? Si a estas alturas algo es evidente es que no siempre tienen acceso al dinero quienes lo merecen. Y que el dinero, en muchas ocasiones, se puede perder con mucha más facilidad que como se obtiene. ¿Será entonces la popularidad o la fama las que nos dan importancia? Al igual que el poder y el dinero, estas pueden ser efímeras y, con su desaparición, podemos perder esa relevancia que tuvimos temporalmente.
Si nada de lo arriba expuesto nos hace ser “importantes”, ¿qué lo hace entonces? El diccionario de la Real Academia de la Lengua en su segunda definición nos indica que la palabra importancia significa “representación de alguien por su dignidad o cualidades”. Entiendo que en esta definición está la respuesta. La importancia nos la brindan aspectos como la huella positiva que dejamos en todas las personas con las que interactuamos, la reputación que logramos gracias a los méritos de nuestros aportes, la relevancia que adquirimos ayudando desinteresadamente a los demás, los aportes que hacemos para tener una mejor sociedad, las muestras de gratitud sinceras que recibimos de personas cuyas vidas hemos impactado positivamente, el respeto que obtenemos por haber llevado una vida ejemplar y con integridad, las sonrisas que generamos cuando llegamos a un lugar, o la gratitud (manifiesta o no) de las personas a las que hemos ayudado a salir adelante o crecer. Pero, sobre todo, la importancia nos la brinda el ejemplo que damos diariamente a quienes nos rodean. En resumen, la importancia la obtenemos cuando construimos —intencionalmente o no— un legado que quedará más allá de nuestra existencia terrenal.
¿Quiere esto decir que el dinero, la popularidad y el poder son malos? Para nada. Lo que sí no debemos perder de vista es que deben ser un resultado y no un fin en sí mismos. Se trata, en definitiva, de cambiar el orden de las prioridades. De este modo, al lograr alguno de estos tres o incluso todos, los podremos utilizar para apoyarnos a lograr fines más nobles.
En una época donde las personas confunden el éxito express con el prestigio, donde el acceso descontrolado a medios digitales permiten a cualquiera declararse como experto sin contar con una trayectoria que lo avale, donde los reconocimientos interesados y a conveniencia se multiplican exponencialmente, donde la vulgaridad y el mal gusto dan la impresión de ser el vehículo ideal para lograr popularidad, donde la fama se obtiene más fácil con polémica que con méritos y donde el acceso al poder o al dinero permite obtener casi todo, es muy fácil perder la perspectiva o caer víctimas de la apatía. En otras palabras, por más firmes que sean nuestras convicciones, podemos llegar a preguntarnos —aunque sea por unos segundos— si el que está mal es uno. Mi exhortación es a que no claudiquemos, pues, a fin de cuentas, las cosas caen por su propio peso y todo lo precipitado y banal tiende a ser efímero. Recordemos siempre esta frase de T.S. Eliot: “La mayoría de los problemas en el mundo son causados por gente que quiere ser importante”.