Las etiquetas
Corrían principios del verano de 1994 y estábamos un amigo, también dominicano, y yo parados compartiendo cerca del bar en una de las famosas terrazas del Paseo de la Castellana en Madrid. Mientras conversábamos amenamente, un señor de unos 50 años y de perfil ejecutivo que estaba sentado de espaldas a nosotros se giró lentamente en su taburete (quizás extrañado por nuestro acento o tono de voz algo elevado) y nos preguntó con una sonrisa: “¿De dónde sois?”. Luego de responderle que éramos de República Dominicana, nos preguntó qué hacíamos en España. Al responderle cortésmente que ambos estudiábamos maestrías, procedió a preguntarnos en qué universidades, a lo que también respondimos. Justo al terminar de decirle dónde estudiábamos, hizo un breve silencio, inspiró aire, puso sus dos manos en nuestros hombros, sonrió mirándonos a los ojos y dijo: “Los futuros presidentes de la República Dominicana”. Dicho esto, giró de nuevo su taburete y prosiguió la conversación con su acompañante.
Lo que debió ser un cumplido, y a todas luces aparentó que fue hecho con esa intención, a mí personalmente me cayó como un golpe en el dedo meñique del pie. O sea, en plena víspera del siglo 21, según la percepción de este señor, mi amigo y yo éramos los únicos dominicanos que habíamos tenido el privilegio de ir a hacer una maestría en una escuela de negocios prestigiosa fuera del país tercermundista. Y dado este gran privilegio, esto nos ponía en una posición tan pero tan “ventajosa” frente a nuestros compatriotas que ya estaba garantizado que en el futuro seríamos dos de los grandes líderes de nuestra nación… Si bien el episodio no tuvo mayor relevancia, por algún motivo se me quedó grabado y siempre lo utilizo como ejemplo a la hora de ilustrar la facilidad con la que las personas ponemos etiquetas.
¿Qué son las etiquetas? Las etiquetas son aquellos calificativos, adjetivos o rasgos de personalidad que mentalmente -o incluso verbalmente- asignamos a los demás a la ligera, basados en muy poca información y alimentados por nuestros paradigmas y estereotipos. Lo aceptemos o no (o nos demos cuenta o no…), las personas pasamos parte de nuestra vida poniendo etiquetas a los demás. Es decir, cual controladores de calidad en una línea de producción o jueces de un concurso de belleza, vamos por la vida imaginando realidades, asignando atributos y defectos, clasificando comportamientos, evaluando vidas e interpretando personalidades de los demás sin validar mucho la información. El ejemplo que utilizo para comparar nuestra osadía es el de querer determinar de qué trata la historia de un libro leyendo apenas una página…
A veces, me pongo a pensar en cómo sería nuestra vida si no pusiéramos tantas etiquetas. Es decir, imagino todas las personas interesantes que quizás hemos dejado de conocer, los negocios fructíferos que hemos dejado de hacer, las amistades que no hemos permitido afianzarse, los aprendizajes que hemos dejado de percibir, los excelentes empleados que hemos dejado de contratar, los talentos personales que hemos dejado de desarrollar, las experiencias que hemos dejado de vivir, las palabras que hemos dejado de decir, los consejos que hemos dejado de dar simplemente por haber puesto una etiqueta a la ligera a alguien en un determinado momento. O a la inversa, simplemente porque alguien nos etiquetó…
Si bien he hablado hasta ahora de las etiquetas que ponemos a los demás, hay otras etiquetas que son peores: las etiquetas negativas que nos ponemos a nosotros mismos y sobre las cuales construimos nuestra realidad. Es así como, si nuestra vida no cumple o encaja con patrones preestablecidos por la sociedad o en el tiempo preestablecido, nos etiquetamos como infelices. O si no poseemos los elementos materiales que artificialmente nos han vendido como indispensables para ser exitosos, nos etiquetamos como perdedores. O si no tenemos la apariencia física que nos han vendido como ideal, nos etiquetamos como no atractivos. O, incluso, si en un determinado momento cometemos un error o un desliz, nos autoetiquetamos de por vida como fracasados, limitando nuestro crecimiento y desarrollo como personas.
Realmente, el no poner etiquetas es muy difícil. No porque no podamos evitar tener paradigmas, sino porque la acción de ponerlas es resultado de millones de años de evolución y nos viene de una época en que si no tomábamos decisiones rápidas con poca información, corríamos el riesgo de ser cazados o perder nuestra presa. En otras palabras, es un reflejo instintivo. De la misma forma que un vehículo funciona de mejor o peor forma en función de la calidad del combustible que usemos, lo que definitivamente sí podemos hacer es trabajar y mejorar desde ahora en la calidad de los pensamientos que generan esas etiquetas. Y para eso, basta con tomar ya mismo una decisión de ver la vida ─y a las personas─ desde una perspectiva positiva…